Los  agentes  ambientales  pueden  acceder  al  sistema  olfatorio  a través de la circulación sanguínea o del aire inspirado y se han descrito casos de pérdida de olfato, parosmia e hiperosmia. Entre los  agentes  responsables  figuran  compuestos  metálicos,  polvos metálicos,  compuestos  inorgánicos  no  metálicos,  compuestos orgánicos,  polvos  de  madera  y  sustancias  presentes  en  diversos ambientes profesionales, como en los centros metalúrgicos y en las fábricas (Amoore 1986; Schiffman y Nagle 1992) (Tabla 11.6). Tras  las  exposiciones  agudas  y  crónicas  pueden  producirse lesiones que serán reversibles o irreversibles, dependiendo de la interacción entre la sensibilidad del huésped y el agente nocivo. Los  principales  atributos  de  las  sustancias  son  bioactividad, concentración,  capacidad  irritativa,  duración  de  la  exposición, índice de aclaramiento y sinergismo potencial con otros agentes químicos.
La  sensibilidad  del  huésped  varía  según  el  fondo  genético  y  la edad. Existen diferencias, dependientes del sexo, en el olfato, la modulación hormonal del metabolismo de las sustancias olorosas y las diferencias en anosmias específicas. Las diferencias indivi- duales dependen de factores como consumo de tabaco, alergias, asma, estado de nutrición, enfermedades previas (p. ej., síndrome de  Sjögren),  ejercicio  físico  en  el  momento  de  la  exposición, patrones de flujo aéreo nasal y, posiblemente, aspectos psicoso- ciales (Brooks 1994). La resistencia del tejido periférico a la lesión y la presencia de nervios olfatorios funcionantes pueden alterar la sensibilidad.  Por  ejemplo,  la  exposición  aguda  y  grave  podría destruir el neuroepitelio olfatorio, impidiendo con eficacia la dise- minación central de la toxina. Al contrario, la exposición prolongada a bajas concentraciones podría permitir la conservación de tejido periférico funcionante y el tránsito lento, pero continuado, de  las  sustancias  dañinas  al  cerebro.  El  cadmio,  por  ejemplo, tiene una semivida de 15 a 30 años en el ser humano y sus efectos podrían  no  ser  aparentes  hasta  años  después  de  la  exposición
(Hastings 1990).

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